23.8.10

Abalos & Herreros / Si queremos cambiar nuestra forma de pensar y proyectar viviendas

Si queremos cambiar nuestra forma de pensar y proyectar viviendas hemos de reconocer que estamos aún bajo el manto protector de cuanto los modernos concluyeron en relación a este tema. Pero nada avala tal prestigio aplicado al presente. No queda rastro del positivismo que animó sus proyectos. El hombre tipo al que iban destinadas es el personaje más escaso del planeta. La familia calvinista es una especie protegida por los gobiernos. La suposición de que la célula –la vivienda– debe engendrar el organismo –el bloque– carece sin más de sentido: ¿por qué habría de ser así, qué valida hoy un bloque? Los espacios para la sociabilidad y la vida colectiva son odiados por los usuarios. La vivienda prefabricada es la historia de un fracaso repetido cuando las manos de los arquitectos tocan las cadenas de producción. Pero se supone aún que es bueno, que es eso lo que hay que hacer, que eso es mejor que lo otro.


Si queremos cambiar nuestra forma de pensar y proyectar viviendas debiéramos repensar la herencia recibida –la moderna y la posmoderna– como formas de entender la privacidad, cuya vigencia es relativa porque lo es la de los sistemas ideológicos que les sustentaban, su concepción del espacio y del tiempo. Nuestra propuesta es elemental: la experiencia reciente de la arquitectura –la moderna y la posmoderna– para sernos útil, debería ser repensada críticamente desde otras posiciones con más sentido hoy, con mayor capacidad de explicarnos a nosotros mismos, a nuestra sociedad y a nuestras ciudades. Y esta reflexión debiera incorporar tanto la teoría como la práctica, alimentándose ambas mutuamente, negándose a entender estos aspectos de la disciplina como momentos separados y/o especializados.


La casa moderna estaba animada por una ideología positivista que hacía buena la proyección limpia y cristalina en un tiempo futuro. Nadie lo ha descrito como Tati con la película Mon Oncle. La casa tenía como foco esa familia trabajadora e intachable que proyectaba sus sueños en un futuro mejor sobre la tierra. Su tiempo era finalista, proyectado hacia delante, construido a través de la nostalgia del futuro. Atrás quedaba el peso de la historia, la oscuridad del hombre y sus sufrimientos y enfermedades. Delante, un trabajo científico y colectivo de redención de todos los males, de plena visibilidad, de identificación entre individuo y sociedad: la realización laica del tiempo teleológico del cristianismo.


La armonía entre el individuo y la estructura social era condición esencial, el ungüento del engranaje positivista: como si la casa fuese una representación homotética de tal engranaje, el salón estaba en relación a la plaza y la terraza al jardín como la vivienda lo estaba al deseable bloque colectivo. Salón, terraza y bloque contenían el proyecto residencial: el salón amplio y diáfano era la representación de la sociabilidad familiar. La terraza el lugar del sol y del cuerpo, de las prácticas saludables.


El bloque era bueno en sí mismo, el sano colectivismo frente al individualismo sospechoso. La visibilidad lo impregna todo en la casa positivista moderna. Esta es en realidad una traslación del Panopticón de Bentham al ámbito de la privacidad. La cultura material y objetual es también restrictiva y puritana: toda la calidad material se reduce a un material único, homologado –el "blanco"– que sirve para realizar paredes, suelos, techos y cuantos elementos arquitectónicos concibamos. El blanco es la pura visibilidad, tan luminoso y limpio, tan diáfano y vacío pero también la medicalización del ambiente, la traslación del higienismo a la cultura material y por tanto, a su través, la completa desdensificación del aire: su reconversión en un concepto cartesiano del espacio, la famosa res extensa hecha realidad, la encarnación del cientificismo positivista.


Los arquitectos posmodernos nos propusieron otros valores, consciente o inconscientemente asociados a filones del pensamiento vigentes en los años de posguerra, que quizás Heidegger sintetice mejor que ningún otro. El tiempo se invirtió: ya no más nostalgia de un futuro tecnificado y perfecto sino añoranza de un pasado armonioso en el que el trabajo artesanal cuidaba de una relación no abusiva con el medio natural. La casa pasó a ser la representación de ese tiempo a origen y su figuración tradicional una fuente de seguridad y certeza. La abstracción y repetición quedaron sustituidos por una nueva atención a la identidad y al lugar, y a sus accidentes, físicos y temporales, como fuente de inspiración.


La cultura objetual admitió y valoró frente al maquinismo objetos y recuerdo del pasado que expresaban la individualidad y el gusto personal. La cultura material se invirtió asimismo: todo lo que emulase una fijación al lugar, a la piedra local, las técnicas y figuras desarrolladas en otros tiempos, sustituyó al blanco: la mejor casa era la construida con los materiales obtenidos de clarear o limpiar el área donde se situaba. La memoria sustituyó a la higiene, el sujeto pasó de realizarse en el futuro a realizarse en la nostalgia de una improbable estabilidad a origen.


Sólo lo más recios supieron escapar a la obviedad de estos valores integrando la duda y la contradicción: los muros de la casa patio de Mies son una poderosa afirmación de intimidad y opacidad en un medio ciegamente poseído por la visibilidad y transparencia: sólo la irresistible ironía de Venturi le permite distanciarse de afirmaciones simplistas haciendo a la vez comprensible ese sueño de una época y su fatal condición de sueño imposible, de caricatura.


El episodio posmoderno (paradójicamente tan fugaz a pesar de su afirmación de estabilidad) fue sin embargo de gran utilidad pues sirvió para airear los debates y abrió las puertas a formas y proposiciones menos dogmáticas que el pensamiento positivista permitiendo entender, por su diametral oposición al tiempo positivista, cuánto el tiempo, la concepción del tiempo, puede servirnos de hilo conductor en una investigación sobre la vivienda que pretenda dirigirse a nuestro mundo actual.


Esta afirmación sin duda puede acarrear una serie interminable de nuevos tópicos sobre la instantaneidad sobre ese tiempo estallado y sin movimiento teleológico ni ontológico, sin fundamento, en el que todo el pensamiento contemporáneo parece moverse, especialmente en el filón postestructuralista francés, de tanto prestigio académico. Al igual que el sujeto contemporáneo pierde precisión y estabilidad y las estructuras sociales se atomizan, el tiempo está instalado en la perplejidad del presente, un presente casi amnésico y sin proyección hacia delante que se traslada a la fugacidad de los objetos y los materiales envolviéndolo todo de una gran falta de precisión ¿Cómo seríamos capaces de representar esta idea del tiempo? ¿Con los gritos expresionistas de las geometrías deconstructivistas? ¿Con la liviandad de las tiendas de un campamento tecnológico al modo de las fantasías de Archigram y más recientemente de Toyo Ito?


No parece oportuno dejarse guiar ciegamente por la moda ni mucho menos rechazar con desprecio la maravillosa herencia que nos han dejado ambos períodos, aún si sus ideologías nos resultan espesas. Quizás haya que repensar sus tópicos con la distancia crítica de Mies o del primer Venturi como un antídoto contra la simplicidad y un acicate para la fantasía. Por ello quizás nuestra única y mejor guía sean las negaciones, lo que ya no nos ofrece sentido de cuantos ideales construyeron moderno y posmodernos. No tiene sentido ni la visibilidad, que hoy sólo puede ser cínica, ni el hombre tipo, ni la nostalgia del futuro, ni la idealización de la casa como representación de la ciudad, ni la vivienda como célula de un organismo superior. No tiene sentido toda la medicalización del aire, ni la represión de lo subjetivo o la desviación. No tiene sentido depositar nuestra fe en la naturalidad de un lugar que ya no transmite estabilidad alguna ni sustituir las técnicas contemporáneas por la emulación de una condición natural sea lo que sea lo que esta expresión -natural– pretenda representar.
No tiene sentido confiar exclusivamente en la memoria, ni esconder el miedo a la incertidumbre en un refugio protector del mundo exterior y del tiempo presente.


Parece un balance terriblemente negativo y pesimista pero si observamos con cuidado podría aceptarse con nosotros que queda un vastísimo campo de afirmaciones implícitas por desplegar. Una de ellas, quizás la más importante, es reconocer que todo lo que hoy podemos construir como teoría contemporánea pasa necesariamente por una reflexión de la experiencia del pasado reciente, que poco más podemos hacer que repensar aquel período a la luz del pensamiento contemporáneo, con la perspectiva que otorga otra concepción del tiempo, menos espesa, menos teleológica: más ligera si se me permite esta expresión.


Dicho esto sólo cabe añadir, antes de exponer la obra propia –exponerla en el sentido de exponerse, de arriesgarse– que el proyecto es una aventura, la aventura de traducir ciegamente tantas negaciones en algunas proposiciones. En ellas reside la veracidad o al menos la verosimilitud, el sentido, de estos argumentos.



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